Cerro la casa, vendió el negocio, quemo las cartas, se
corto las venas.
Las fotografías de una vida se disolvieron entre el agua escurrida
de la tina y el vapor encerrado en el baño. El rostro de una mujer madura con
impermeable azul que sonreía a pesar de la tarde gris (seguramente helada), fue
la última imagen que desapareció del papel fotográfico.
Soñé que Efrén venia por mi montado en un caballo blanco. Se veía como un
príncipe, aunque yo sabía que para un cadáver era imposible cabalgar. Llegaba desde una calle ancha colmada de
jacarandas enormes. No había en su rostro, sino una sonrisa divertida y unos
ojos negros que jugaban a encontrarme. Desperté amándolo con la profundidad que
nace en el mismo rango que el instinto: era feliz, aunque no fue consciente de
ello cuando estaba junto a él.
Mirel se desangró sin darse cuenta, justo como lo había
planeado, con ausencia de dolor, sumergida en agua tibia, evocando la única
relación de que fue capaz hasta la edad de cuarenta y cinco años.
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